
Cuando las selecciones que participan en el mundial de Sudáfrica no habían comenzado a jugar sentí como nunca antes el triunfalismo desmedido que empujaba a mis compatriotas a acompañar a la selección argentina, cueste lo que cueste, hasta la final; los clips televisivos más insólitos mostrando a un país detrás de las banderas azules y blancas, pero pasando antes por Garbarino con el "gordo" Casero abriéndote la puerta; los de Quilmes que no podían faltar a la cita vendiendo cerveza a rabiar mientras festejábamos los triunfos de Argentina; de Claro... mejor ni hablar, nunca vi propagandas más estúpidas; a toda esta parafernalia fetichista le debemos sumar los informativos de la tele conectándose con los periodistas enviados a Pretoria hasta cuando iban al baño; programas deportivos con las famosas previas de tres y cuatro horas para hablar gansadas todo el tiempo; las conferencias de prensa de Maradona, poniéndole puntaje a los muchachos y afirmando estar rodeado de 23 leones (ayer antes del partido con Alemania estaban en 8 puntos) y no sé cuántas ridículas cosas más. Mientras tanto, alemanes, españoles, holandeses, uruguayos, paraguayos... se mantenían cautos, a la espera de que sus divisas nacionales confirmaran en la cancha sus deseos de pasar a semifinales.
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